No creo que serviría para vivir en soledad.
Digo, no creo que sea esa posibilidad la que más me agradaría para el resto de mi vida o para períodos particularmente prolongados. Pero sí sé que amo esos momentos de absoluta soledad. De comunión conmigo misma, con mis pensamientos y divagaciones. Con la música que sutilmente se va adueñando de mi espacio interior, de la virtualidad de mi imaginación.
Amo esa soledad donde puedo expresar en absoluta libertad los deseos que jamás seré capaz de confesar, los miedos que nunca podré describir, las hazañas que irremediablemente mi físico y mi escasa temeridad harán posibles en la concreta y sólida realidad, en la materialidad insana de la "realidad"...
A veces me quedo quieta, sin mover un músculo. Adormezco la mente, desecho la superficialidad de las sensaciones físicas, apago el exterior y me dedico a sentir cómo fluye la vida en mí. Cómo se desliza por cada parte de mi cuerpo. Hago un viaje interior y curioseo por los rincones más lejanos y hasta olvidados para que recobren su luz y la tersa suavidad de lo amado. Ese cuerpo que si bien es sólo un simple contenedor, aún con todas sus limitaciones permite que mi espíritu, el yo que me domina desde el subconciente, tenga el albergue necesario y exacto para manifestarse ante el mundo y ante mí misma…
La soledad me da el más hermoso de los regalos que hasta hoy he recibido: la posibilidad de pasar horas viajando con mis sueños más amados, con las fantasías más extrañas y excitantes. De jugar los juegos que nunca he jugado. El delicioso encanto de conocer real y profundamente a la persona que habita en mí...