A la espera...


Estoy a la espera de algo que sacuda este letargo de los días grises, de esta larga hilera de miedos concentrados y de la negrura de las noches por venir.
A la espera del alegre tintineo de mil campanas anunciando calideces y aromas nuevos, de un rayo de luz que deje al aire mil colores inventados para mí, capaces de borrar la palidez de este corazón.

Y entre espera y espera
me quiero convencer,
trato de creer
que ya no habrá ausencias
que puedan ser eternas.

Me pongo de pie y abro las ventanas de impar en par. A veces creo haber perdido la razón y quiero asegurarme de que el cielo sigue allí, tan azul y tan arriba; que la brisa todavía sabe acariciar y que el sol persiste en su lucha por revivir lo que por dentro parece muerto.

Estoy a la espera
de decidirme a andar.

Su presencia...


Me di cuenta o lo intuí
por la densidad del miedo,
por las sombras en el pecho,
por mi intento de negarlo.
Era una presencia
difusamente retratada,
reflejada,
incrustada e hiriente
como cristales en los ojos
(que no eran mis ojos,
aunque también lo eran)
Fue primero un espejo negro,
profundo y desesperado.
Más tarde
un otro triste, resignado
y con certeza, desolado.

Hasta es posible que haya escuchado un siseo o que sintiera el roce de una brisa helada sobre la piel.
Puede que sea mi imaginación o una remembranza que luce deformada por el tiempo entremezclado con dolor.

Como sea,
reconocí sus huellas
y descifré el mensaje.
(pero me negué a entender)

Por autocompasión,
por cobardía...

Ella
me hizo notar la angustia
de saberla cerca
y decidida.
Me hizo palpar
la cruel impotencia
del vaho inapelable
de su respiración.

No sé de sus facciones
ni de su modo de andar.
No sé si ríe burlona
o si es que alguna vez
se permite la piedad.
Si camina lento,
si tiene forma humana.

No sé nada con certeza
pero aprendí a conocerla
(demasiado)
porque conocí su sombra
en los rostros arrasados
de los que siempre amé...


Una lógica secreta...


Los recuerdos se acumulan en algún estante del alma, siempre mezclados y expuestos a medias. Un amasijo de rostros y de abrazos, de risas y de llantos, de encuentros y desencuentros, de amores y desamores. De afectos que ya no están, pero que están. Es un desorden que nunca entenderé, pero sé que su caótico y caprichoso barullo guarda una lógica secreta.

Como en las vitrinas y los estantes de un anticuario, van juntando el polvo con que la distancia de los anocheceres acumulados sobre mis hombros intentan deslucirlos.

De tiempo en tiempo alguna brisa piadosa toma la forma de una melodía, de un tango tristón y melancólico y sopla sus nostalgias sobre ellos y así, me los devuelve a la memoria como un suspiro de bandoneón.


Paralelas...


Siempre existe una vida paralela. O una calle, una puerta, un amor, una flor, un universo que corren juntos pero que no saben cómo tocarse. O no se animan.
Es la risa sarcástica de lo que imagino como realidad. Una hendedura que divide lo real de lo imaginario, lo verdadero de lo falso, lo supuesto de lo concreto.

La mía es una vida en miniatura; una meticulosa miniaturización de mí misma. Será tal vez una manera de protegerme, de formar mi propio escudo de seda y de acero.

O quizás se trate, simplemente, de los desabridos ocres de mi cobardía...


Un disparo...


Veinticinco años son demasiados para algunas cosas, y para éste tipo de trabajo sin dudas lo eran. Su alto profesionalismo lo había mantenido a salvo de sorpresas desagradables, pero sentía que los años le estaban palmeando el hombro, como advirtiéndole que ya era suficiente. El pulso no era el mismo de antes y le preocupaba. Un lujo que no se podía permitir.
Pero allí estaba y debía cumplir con lo pactado, como siempre y por útlima vez.

Comprobó que todo estuviera en órden con el arma. Ajustó la mira telescópica y esperó inmóvil a que transcurrieran los tres minutos que faltaban para que sonara el timbre en el colegio que tenía treinta metros más abajo y justo frente a él. El tercer recreo era el más prolongado y le permitiría encontrar el momento justo para el disparo. Uno sólo, como acostumbraba. Limpio y certero.

Un joven de 16 años. No era la primera vez.. Tres años antes, en la ciudad de Córdoba, fue una chica de 17. La hija de un político que no había cumplido con lo prometido a algunos oscuros hombres de negocios.

Con el arma en posición, terminaba de ajustar la mira mientras un fino hilo de transpiración bajaba bordeando el ojo derecho. Nunca le había pasado. Tal vez porque en definitiva era cierto que ya los años empezaban a sentirse, aunque algo le decía que no era por eso. Había algo que le molestaba de aquel joven al que estuvo estudiando durante los últimos cinco días. Pequeños detalles que le resultaban demasiado familiares, aunque indefectiblemente terminaba convenciéndose de lo absurdo de sus pensamientos. Tal vez lo único en común fuera que a la misma edad, su padre desapareció de su vida para siempre. O tal vez fue él quien desapareció de la vida de su padre. Nunca lo tuvo claro.

El recreo acababa de comenzar y el muchacho, un minuto después, se ubicaba en el rincón del patio donde habitualmente se reunía con cuatro o cinco compañeros. Sólo era cuestión de esperar el instante preciso, esa fracción de segundo en que todo fuera perfecto.
Esperó sin pestañear, mientras la gota de transpiración se balanceaba en el borde de la mandíbula.
La cruz de la mira telescópica estaba exactamente entre ceja y ceja cuando el chico dejó congelada una sonrisa y alzó la vista en un súbito gesto, tal vez de sorpresa. Las miradas se cruzaron a través del visor, mientras del silenciador se escapaba un susurro.

Un sólo disparo. Limpio y certero.
En la autopsia recuperaron el proyectil. Desde el principio sabían que había sido un trabajo sumamente profesional y que esa prueba no serviría de mucho para ubicar al asesino.

Al día siguiente, en una azotea ubicada a treinta metros de altura y justo frente al patio de la escuela, encontraron el cadáver de un hombre con un orificio de bala en la frente. A su lado, un fusil con mira telescópica y una sola cápsula servida.
En la autopsia determinaron que no existía orificio de salida, pero tampoco un proyectil.


Noche estrellada...


Cambiante y lejana
como las aguas profundas,
como gemido de viejos vientos
que escapan y se revuelven
en los secretos de lo eterno.
Como el denso misterio
de las almas solitarias.

Por sobre oscuros empedrados
sobrevuelan los espectros
de la incomprensión que hiere,
de los desamorados,
de los tristes y olvidados
y de las sombras hambrientas.

Cuando todo parece dormido
nada es lo que parece.
El dolor juega sus juegos
en cada esquina, en toda ochava
y en cada lágrima de rocío.

Se mezclan mil lamentos,
un ruego,
un desconsuelo
y un amor que nació muerto.

Noche de frío
que se expande
y que se escapa.

Pesadillas que abruman.
Olvido y soledad.

Un silencio que grita...