La casa...


La casa es hoy un espacio imposible de definir, de una vastedad y de una quietud inconmensurables apenas perturbadas por los recuerdos que  cruzan por mi mente como huidizos espectros.
Los muros se tragaron todas las palabras y ahora se muestran más altos, más anchos y más fríos. Las noches se anticipan y las luces no alcanzan para delinear el corazón.
Recorro los pasillos sin saber adónde voy, como enclaustrada en un laberinto que no tiene salida ni entrada a la esperanza. No hay voces. Nada respira y la vida parece una quimera. Sólo adivino el eco de mis pasos que no me acompañan, sino que se alejan de mí como huyendo con sigilo.

Alcanzo a sentarme antes de llorar y la oscuridad me abruma...


Como una despedida...


Cada mañana me reencuentro con el espectro en el que un día me habré de convertir y, cuando llega la noche, siento los huesos que se deshacen partícula a partícula. Huesos que al final de las palabras serán cenizas, talco y barro.

Se le escapa el aire y yo me ahogo; se le cierran los ojos y yo enceguezco; se le escurren las fuerzas y me siento inerme.

Soy el reflejo fiel, el espejismo vivo de su pasado muerto y ella, sin quererlo, el espejo astillado de mi futuro.

Se quiere ir porque se niega a seguir y yo ya no tengo energía para prestar.

El aire es denso y hace frío...

Nocturnidades...


El empedrado pulido y húmedo de la calle desierta bosteza destellos blandos a medida que los dejo atrás. Parecen luciérnagas que se muestran fugazmente y al instante escapan para refugiarse en la oscuridad.
Una farola colonial juega con cada piedra muerta dándoles vidas efímeras que pone a los pies de cada caminante nocturno un inesperado cielo estrellado y parpadeante. Una mini galaxia de adoquines incrustada entre casas demacradas y antiguas, o envejecidas a fuerza del humo de las desidias. Y como guardianas de lo oculto, las rejas despintadas que encierran, que oprimen, que separan.

Más allá, por la última ochava, un espectro cruza envuelto en un silencio profundo y ajeno. Es una mujer ausente que va a paso lento y con su cabeza cubierta. Una María de Magdala que esconde el rostro disimulando penas y culpas, o el llanto del dolor.
La veo que desaparece como sombra entre las sombras mientras avanzo sin avanzar y dudo de mis ojos, pero más de mi cordura. Tal vez esa mujer sea esta mujer, el opaco arco iris de mí misma que se despliega entre las infinitas y diminutas gotas de la garúa, como mi fantasmagórico holograma.