En semejante contexto, es comprensible que se haya elevado la figura de Cristóbal Colón al rango de descubridor de América. En primer lugar, Colón no descubrió nada: cuando llegó, ya había en el continente unos cien millones de personas. En segundo lugar, habían arribado a América barcos de otros orígenes: de África, la Polinesia, Fenicia e, incluso, de otros países europeos. No obstante, Colón fue el primero que combinó la exploración con un plan explícito para subyugar a los americanos y apropiarse de su riqueza y su trabajo. Desde luego, no se le rinde homenaje por esa hazaña.
Su primer viaje de 1492 sólo le permitió echar un vistazo alrededor, pero es el que se conserva en la memoria colectiva. La llegada de sus tres frágiles barquitos –la Niña, la Pinta y la Santa María– tuvo una resonancia pacífica: la de “descubrir” una tierra totalmente nueva. En el segundo viaje (1493), Colón vino más preparado: trajo diecisiete naves, mil doscientos hombres por lo menos, cañones, ballestas, armas de fuego; caballería y perros entrenados para perseguir hombres. Sin embargo, ese segundo viaje ha desaparecido de la memoria histórica. Fue el viaje fundamental, pero nadie lo menciona.
En La Española, Colón y sus hombres impusieron de inmediato exigencias a los pobladores autóctonos: que les proporcionaran alimentos, oro, algodón hilado y acceso a las mujeres. Los indios se vieron obligados a trabajar para extraer oro en las minas, cultivar la tierra para los españoles e incluso servirles de bestias de carga para transportarlos de un lugar a otro cuando no había cabalgaduras disponibles. Los delitos menores cometidos por indígenas se castigaban con la mutilación: se les cortaba una oreja, la nariz, las manos. Como no encontró oro, Colón comenzó a capturar indios para esclavizarlos y traficar con ellos, y volvió a España con quinientos indígenas (que casi la mitad murieron en la travesía), además de dejar quinientos esclavos en América. Instauró un régimen de terror sádico: los recién nacidos se entregaban a los perros como alimento o se los estrellaba contra las rocas frente a las desesperadas madres; solamente en La Española mataron a veinte mil nativos, cifra que se incrementó luego con los muertos de otras islas. A menudo, los indios respondían a los horrores que estaban padeciendo con suicidios en masa y practicando el infanticidio. Pero voy a abreviar: apenas veinticinco años después, cuando Colón y sus herederos inmediatos terminaron con La Española, la población indígena inicial –estimada en cinco millones de personas– se había reducido a menos de cincuenta mil. Fue una historia que se repitió en América del Norte, América Central y América del Sur, con la salvedad de que en las zonas tropicales del continente no se podía exterminar a toda la población, y menos aún a los que vivían en lo profundo de la selva. No fue la invención de barcos ni de medios de navegación lo que hizo posible esa conquista y el consiguiente holocausto; esos hechos fueron posibles gracias al invento de grandes cañones que podían instalarse en barcos sólidos, apoyados por un conjunto de cañones más livianos y armas de menor calibre. La nueva ola de colonización y genocidio fue el producto de una nueva tecnología bélica llevada a través de los mares.
La cuestión radica en que la creación retrospectiva del relato sobre la “fundación de las Américas” minimiza los detalles sórdidos de las matanzas, la esclavitud, la explotación sexual y la degradación que caracterizaron sus comienzos, y exalta en cambio las hazañas de exploración y descubrimiento. De ese modo, negamos los móviles de la apropiación territorial y su realidad misma. El beneficio de esa actitud es la autoglorificación y la perpetuación del mismo tipo de conducta; su costo se siente a más largo plazo y depende en parte de la reacción de los sobrevivientes.
El holocausto se repitió a lo largo y a lo ancho de las tres Américas. El genocidio más prolongado del mundo fue producto, en parte, de enfermedades para las cuales los habitantes autóctonos tenían una resistencia reducida o nula y, en parte también, de crueles matanzas: mujeres, niños y ancianos de una población tras otra cayeron bajo la espada. Si bien ya no hay matanzas en los Estados Unidos porque los amerindios fueron totalmente aniquilados y solamente quedan unos pocos en las “reservas”, el exterminio de los pueblos indígenas continúa sin pausa en América Central y América del Sur. En Guatemala, una nueva ola de ataques coincidió con un golpe de Estado apoyado por los Estados Unidos en 1953. Durante los cincuenta años que siguieron, una guerra anticomunista generalizada mató a cientos de miles de amerindios. En el curso del holocausto producido por los españoles en el siglo XVI e inmediatamente después, los pueblos autóctonos quedaron diezmados (el número de amerindios se redujo a 5% o menos de la población original) por las enfermedades y los procedimientos genocidas practicados en gran escala.
Una diferencia importante entre lo que luego habría de ser los Estados Unidos y las regiones que están al norte y al sur, es que ese país está constituido por tierras óptimas de la zona templada, que no están sometidas a los fríos árticos ni a la sobrecogedora competencia biológica de los trópicos, producida sobre todo por formas de vida antagónicas que generan enfermedades para los seres humanos y los cultivos. Por consiguiente, la eliminación de los pueblos originales en el territorio de los Estados Unidos generó enormes oportunidades de crecimiento acelerado para el nuevo y poderoso sistema industrial europeo. El robo de casi la mitad del territorio mexicano aumentó enormemente el espacio explotable.
¿Cuál era la lógica de ese genocidio? El destino manifiesto. Sencillísimo. Un concepto racial y religioso: había quienes estaban destinados por Dios para hacer exactamente lo que hacían. Como en el proverbio, “No hay razón como la del bastón”, pero con un tono más exaltado. ¿Y cuál es la conclusión de esa lógica? Sigue haciendo lo que haces. En la actualidad, los intelectuales que racionalizan los atropellos de los Estados Unidos con la misma filosofía suelen hablar de la “excepcionalidad de los Estados Unidos”: de algún modo, estamos eximidos de las leyes que rigen la historia y la realidad. Somos un caso excepcional y por ello se nos permite –no, mejor: se nos exige– actuar en consecuencia. Desde hace más de doscientos años nos vemos como el nuevo pueblo elegido de la Biblia.
¿Cuántos estadounidenses saben que los venerados Padres Fundadores de su nación recomendaron explícitamente la erradicación de los amerindios –el genocidio– por cualquier medio: el terror, el hambre, el alcoholismo, la inoculación de la viruela y las matanzas lisas y llanas?
Palabras del presidente George Washington (en momentos de guerra declarada): “El objetivo inmediato es la destrucción total y la devastación de sus poblados. Sería indispensable arrasar sus cultivos e impedir que los renueven”.
Palabras del presidente Thomas Jefferson: “Con su inesperada defección y las ferocidades cometidas, esta desdichada raza, a la que hemos intentado salvar y civilizar por todos los medios, ha justificado su exterminio y aguarda ahora nuestra decisión sobre su destino”.
Palabras del presidente Andrew Jackson: “No tienen inteligencia, laboriosidad ni hábitos morales, e incluso carecen del deseo de mejorar, condición esencial para cualquier modificación de su estado. Instalados en medio de una raza distinta y superior, sin poder apreciar las causas de su inferioridad ni procurar controlarlas, deberán ceder necesariamente a la fuerza de las circunstancias y desparecer dentro de poco”.
Palabras de John Marshall, presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos: “Las tribus de indios que habitaban el país eran salvajes. El descubrimiento de América por parte de los europeos confirió el derecho exclusivo de determinar la extinción de los títulos de ocupación de los indios, ya fuera por adquisición o por conquista”.
Palabras del presidente William Henry Harrison: “¿Es que una de las regiones más bellas del globo tendrá que permanecer en estado de naturaleza, como guarida de unos pocos y desdichados salvajes, cuando parece destinada por el Creador a alimentar una gran población y ser la sede de la civilización?”.
Palabras del presidente Theodore Roosevelt: “El colono y el pionero tenían a la justicia de su lado; no era posible que este gran continente no fuera más que el coto de caza de unos miserables salvajes”.
En todos estos textos, nadie parece darse cuenta del vínculo existente entre el racismo, la pretensión de un designio divino y las demandas para que se “extirpara” a pueblos enteros... para provecho del pueblo al que pertenecían los que así hablaban.
Control por medio de guerras circunscriptas y “apoderados” locales. La mayoría de los ciudadanos estadounidenses no tiene idea de que su país ha entrado en guerra con mucha frecuencia, es decir, ha invadido a otros países con sus tropas. Para los países vecinos, esas visitas forman parte de los acontecimientos habituales. Durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial, mientras estaba comprometido en una guerra de importancia contra Alemania y sus aliados de Europa, Estados Unidos se las arregló para invadir la República Dominicana, Haití, Cuba, Panamá y México (varias veces) al tiempo que mantenía tropas permanentes en Nicaragua. Sin duda, es una hazaña. El argumento habitual para justificar esos hechos de armas era la inestabilidad que amenazaba a los ciudadanos y las propiedades de los Estados Unidos, pero la función real de todas esas acciones era subvertir las democracias de esos países para favorecer los intereses comerciales norteamericanos. Se reemplazaban presidentes, se disolvían los parlamentos y se aprobaban con premura nuevas constituciones tendenciosas por medio de plebiscitos amañados.
Después de la Primera Guerra Mundial, la doctrina Monroe –según la cual los Estados Unidos deben dominar sin rivales el Nuevo Mundo– fue aplicada en Guatemala, El Salvador, Colombia, Nicaragua, Cuba, Brasil, Argentina, Chile y Panamá por medio de invasiones, milicias autóctonas y subversión interna (en el caso de Cuba fueron solamente intentos). En su mayor parte, esas invasiones allanaron el terreno para el acceso al poder de diversos dictadores al servicio de los intereses de los Estados Unidos: Batista, Trujillo, Duvalier y Somoza. Franklin Roosevelt, por ejemplo, pronunció una frase célebre sobre Somoza: “Será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Desde luego ese tipo de individuos son mucho más útiles (a corto plazo) que alguien que defiende sus propios intereses. El largo plazo es harina de otro costal. El golpe de Estado contra el nacionalista iraní Mossadegh en 1953, que puso en su lugar a un títere, el sha, pudo aportar beneficios económicos transitorios a los Estados Unidos pero, sin duda, contribuyó a producir una catástrofe de largo plazo.
Durante el siglo XX, los Estados Unidos invadieron trece veces a Nicaragua antes de arrojar sobre ese país a los criminales “contras” cuando los nicaragüenses votaron por fin por el socialismo. Ese país ocupa el segundo lugar en pobreza en toda América: solamente lo supera Haití, que también disfrutó de frecuentes invasiones estadounidenses (e, incluso, una ocupación que duró veinte años). La aventura brasileña es un ejemplo típico. En 1965, un golpe militar apoyado por los Estados Unidos derribó a un gobierno elegido democráticamente de tendencia socialista muy moderada. Se instauró el reinado del terror y se allanó así el camino para acontecimientos similares en la Argentina y Chile, que en total produjeron cientos de miles de muertos. Quien era a la sazón embajador de los Estados Unidos en Brasil resumió los hechos según la mejor tradición de los relatos históricos falsos: el golpe era “la victoria más importante de la libertad a mediados del siglo XX”. Las “fuerzas democráticas” que habían llegado así al poder “generarían un clima mucho más favorable para las inversiones privadas”. Así se mantiene y se adorna un relato histórico falso. Comenzamos con la idea de que tenemos derecho a intervenir en los asuntos internos de nuestros vecinos –mejor dicho, que es nuestro deber hacerlo– porque así defenderemos la libertad, la democracia y (lo que es más importante aún) generaremos más oportunidades de inversión para nosotros. Y luego nos imaginamos que todo ello beneficiará a los brasileños rápidamente. De hecho, sólo ahora que las dictaduras militares han desaparecido y que disfruta de un gobierno plenamente democrático (de ligera tendencia socialista), Brasil ha avanzado económicamente en el mundo, mucho más que los Estados Unidos.
En tiempos mucho más cercanos, George W. Bush anunció que los Estados Unidos harían la guerra a Irak y el Congreso le respondió que quería pruebas de que ese país significaba una amenaza. La CIA aportó esas pruebas y el Congreso aprobó la guerra. Sospecho que la mayoría de mis conciudadanos recuerdan hoy las cosas de este modo: la CIA aportó pruebas de que Irak era una amenaza y, según esos datos, Bush y el Congreso decidieron lanzarse a la guerra. Si estoy en lo cierto, nos hallamos ante una nueva narración histórica falsa que transforma una guerra de agresión en una guerra defensiva.
Uno de los costos de nuestra afición por intervenir en los asuntos internacionales y por hacer la guerra es el crecimiento del complejo militar-industrial, contra el cual nos advirtió el presidente Dwight Eisenhower hace cincuenta años aunque, en realidad, la primera vez que mencionó el tema habló del complejo militar-industrial-parlamentario. Su apetito parece insaciable: los Estados Unidos gastan tanto para la guerra (para la “defensa”) como todo el resto del mundo en conjunto. Por otra parte, muchas de las industrias exportadoras de nuestro país son también militares: aviones de combate, helicópteros, rifles, balas. Armamos a todos a todo nivel, desde las pandillas criminales de nuestro propio hemisferio hasta estados enteros de todo el mundo. El colapso de la Unión Soviética nos dio un respiro, pero en la actualidad el gasto en armamentos de los Estados Unidos es mayor que nunca en términos relativos. Simultáneamente, se va creando un sistema de inteligencia gigantesco y sumamente caro.
Tengamos en cuenta que la Unión Soviética era un contrapeso para la rapacidad capitalista. Una vez que desapareció, sobrevinieron veinte años de guerras estadounidenses intensas, se produjo una acelerada redistribución de la riqueza hacía los sectores que ya eran ricos (tendencia que había comenzado algunos años antes) y los más acaudalados llevaron a cabo un verdadero latrocinio financiero que nos ha arrastrado casi a un desastre económico.
Fuente: Miradas al Sur
muy interesante, gracias por postearlo
ResponderEliminarEs cierto, muy interesante...
ResponderEliminarBeso grande!!