Una mujer que sólo mira
las fases frías de la luna
sin animarse a preguntar nada,
como niña perdida
en el vértigo ciego
de un blanco carrousel,
girando y girando entre el amor
y mil sueños
de lucecitas de colores.
Agua de lluvia
y nubes de arena...
Como quien reniega de su nombre,
de la piel que lo recubre
y del destino que lo inhibe.
Esta niña que jamás entenderá
el viejo texto que al nacer
le grabaron en los huesos
y en los pliegues de su cuerpo.
Ese cuerpo y esos huesos
incrustados como clavos
en el fondo del espejo.
En otro espejo
y en otra niña...
Esta mujer sin un camino,
aurora ahogada en las mañanas.
Llanto descarnado
y descarnante
que jamás será rocío.
Ni llovizna será en otoño
ni camino en mis mejillas.
Cuando crujen estas noches
entre el pecho y el gentío,
siempre muero a medianoche
y revivo sin aliento
en el borde de la almohada.
Soy esta
y soy aquella.
Soy la mujer
que gime sola;
inconclusa, breve
y deshojada.
Recorro la casa
de muro a muro
y de palabra en palabra
lamentando no poder
decirte nada,
decirme nada
pues la daga de los miedos
me atraviesa de silencios
cada labio y cada beso.
Y aún espero...
Soy la carta del destino,
la que nunca será escrita
pues jamás habrá quien lea
entre líneas o entre besos
a la mujer que yo percibo
tras el brillo del espejo.
Mariel
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