Las cartas de la abuela... (1)


Hacía años que la pequeña portezuela ubicada en el cielorraso del pasillo y que comunicaba con el altillo no había sido tocada por nadie. Desde aquel mes de abril en que mamá decidió guardar allí todas las escasas pertenencias de la abuela María, que había fallecido apaciblemente en su cama unas pocas noches antes.

Recurrentemente, como si alguna lejana voz me llamara, mi mirada se dirigía hacia esa diminuta abertura casi cuadrada, siempre obturada y  rodeada por una austera moldura de madera. Tanto tiempo hacía que no se había abierto que imaginaba que estaba sellada de alguna manera o que tendría algún misterioso sistema de cerradura que no alcanzaba a descubrir desde abajo. Sin embargo aquel día que me animé a acercar la escalera con mis temores y curiosidades a cuestas, extendí los brazos hasta tocar la cobertura de madera pintada igual que el resto del cielorraso y con sólo hacer una leve presión, noté que se movía. Al hacerlo, un puñadito de polvo se deslizó hacia abajo y brilló en mil estrellas al atravesar un rayo de luz de sol que se colaba por la ventana abierta del comedor.

La portezuela cedió hacia mi derecha casi sin producir ningún sonido, como si el tiempo no hubiera transcurrido para sus mínimas bisagras. La penumbra no ocultaba del todo el maderamen del techo de tejas ni el polvo acumulado sobre algunas cajas apiladas un poco desordenadamente en los alrededores de abertura. Me sujeté del borde y subí un par de escalones más hasta que quedé con medio cuerpo asomado al altillo. El ambiente era cálido. Se respiraba un aire antiguo y los sonidos del exterior parecían dormidos.
Subí otro escalón de la escalera y estirándome pude introducirme en el altillo. Miré a mi alrededor y confirmé que solamente había cajas de cartón. Estaban cubiertas por una fina capa de polvo y selladas con cinta de embalar. Todas salvo la más alejada. Era de dimensiones algo menores, parecía estar abierta en su parte superior y cubierta apenas por una tela que quizás hubiese sido blanca alguna vez.  Me dirigí hacia donde estaba esquivando casi instintivamente un par de cajas apiladas y otras tres que se encontraban delante. Todas tenían algún rótulo indicando lo que contenían, salvo aquella...

Instalada ahora en el recuerdo, se me ocurre que cuando al fin estuve parada delante de ese misterio que esperaba por mí para ser revelado, la respiración se hizo apenas un aleteo de mariposas. Quedé como paralizada, con la mirada anclada en los pliegues tan marcados por el polvo dormido sobre la tela amarillenta. Me arrodillé sobre el piso rugoso del altillo y me dediqué a observar en silencio, como intentando adivinar qué era lo que allí se escondía, qué secretos habría guardado mi abuela para mí en esa caja, porque a esas alturas no tenía ninguna duda de que, de alguna manera, ella había hecho algo para que un día yo me acercara hasta allí. No por nada durante años alcé la vista hacia la portezuela clausurada del altillo, como si una diminuta voz me llamara incesantemente...

Con la punta de los dedos retiré suavemente la tela y en actitud respetuosa la dejé con cuidado sobre el piso. Incliné el cuerpo para asomarme al interior de la caja. Ví varios libros perfectamente acomodados. Los años los habían ajado, pero emanaban una dignidad sin tiempo. Era como si en medio de aquella penumbra de pronto un halo de colores tenues y dulces iluminara mis manos mientras acariciaba las tapas para despejar el polvo del olvido. El corazón latía fuerte y los párpados se negaban a pestañear mientras sacaba los primeros libros. Apenas los miré brevemente pues intuía que había cosas más importantes para ver en ese momento. Debajo de ellos apareció un álbum de fotos que entraba muy justo en la superficie de la caja. Lo saqué y pasé con cuidado mis manos ya sucias por sobre la superficie de cuero marrón. Al abrirlo apareció la historia entera de la abuela en imágenes. Pude adivinarla a ella en la figura de una niña muy pequeña, con vestidos amplios y hasta los tobillos, de cabellos oscuros y algo rizados, ojos dulces y mirada profunda. A medida que daba vuelta las páginas, esa niña se iba transformando en mujer sin perder nunca aquel aire de inocencia pero que cada vez transmitía con mayor fuerza una sensación de gran aplomo y sabiduría...

Cerré el álbum de fotografías y con cuidado lo dejé a un costado.
Volví a mirar dentro de la caja y ya en el fondo pude ver dos cuadernos y dos cajas de madera lustrada, de igual tamaño pero con algunos símbolos diferentes que me resultaban extraños y a la vez intrigantes y atrayentes...
Tomé ambas cajas a la vez. Tenían una tapa fijada con un pequeño gancho. Las abrí y en cada una había pilas similares de lo que parecían láminas de cartulina. Cartas, en realidad.
Se las veía un poco gastadas, como si hubieran sido usadas durante mucho tiempo o con mucha frecuencia. Eran de colores diferentes y con diseños también distintos. Para poder extraerlas tuve que dar vuelta las cajas porque entraban muy justas. Nunca antes había visto imágenes como esas. Evidentemente eran cartas, pero muy extrañas para mis 15 años de aquel entonces.
Pasé largo rato contemplando una por una las láminas de uno y otro mazo hasta que finalmente decidí guardarlas de nuevo en sus cajas. Ya las miraría luego con más detenimiento. Volví a la caja de cartón y extraje los dos cuadernos que quedaban. Uno forrado con una tela roja y el otro con una de color negro. Cuando abrí el primero se deslizó una hoja suelta que terminó en el piso. La levanté para leer lo que había escrito allí y apenas puse mis ojos sobre el texto quedé atónita...

"Mi querida Mariel, al fin has llegado hasta aquí. Hacía tiempo que te esperaba. Si estás leyendo estas palabras es porque estás preparada para aprender algunos secretos, grandes y pequeños, que con el tiempo sabrás valorar y utilizar con sabiduría. Lo que deseo enseñarte lo aprendí de otras mujeres, todas ellas muy sabias y generosas. Toma estas enseñanzas con respeto y responsabilidad, pero sobre todo con profundo amor.
Ahora mismo tienes en tus manos dos tesoros. Son dos mazos diferentes de cartas del Tarot que fueron mías durante muchos años. Ellas te enseñarán mucho más de lo que imaginas. Te serán muy útiles para ver cosas que pocas personas pueden ver, no porque no tengan las capacidades para hacerlo, sino porque simplemente han olvidado lo que guardan en su memoria más antigua. 
En estas notas que te he escrito se encuentra todo lo que yo soy capaz de enseñarte, pero también sé muy bien que vos podrás sumarle nuevas visiones y significados que enriquecerán este arte y sobre todo, a vos misma. Elige uno de los mazos, el que más te guste y dedícate a él con el corazón. El Tarot te responderá de igual manera. Bienvenida!"

Cuando terminé de leer la nota de la abuela permanecí inmóvil con el papel entre las manos y casi sin respirar. Comprendí que esa era la razón por la que todos estos años sentía que algo me atraía hacia el altillo, algo me estaba llamando de maneras incomprensibles. ¿Era la abuela o sería el Tarot?
Tal vez ambos que conformaban un todo...

Guardé todo en la caja lo más ordenadamente que pude salvo los cuadernos y las dos cajitas de madera. Salí del altillo, cerré la portezuela y con mis tesoros apretados contra el pecho fui a mi cuarto para comenzar a vivir la fascinante aventura del Tarot con la amorosa guía de mi sabia abuela María...

(continúa)