Veinticinco años son demasiados para algunas cosas, y para éste tipo de trabajo sin dudas lo eran. Su alto profesionalismo lo había mantenido a salvo de sorpresas desagradables, pero sentía que los años le estaban palmeando el hombro, como advirtiéndole que ya era suficiente. El pulso no era el mismo de antes y le preocupaba. Un lujo que no se podía permitir.
Pero allí estaba y debía cumplir con lo pactado, como siempre y por útlima vez.
Comprobó que todo estuviera en órden con el arma. Ajustó la mira telescópica y esperó inmóvil a que transcurrieran los tres minutos que faltaban para que sonara el timbre en el colegio que tenía treinta metros más abajo y justo frente a él. El tercer recreo era el más prolongado y le permitiría encontrar el momento justo para el disparo. Uno sólo, como acostumbraba. Limpio y certero.
Un joven de 16 años. No era la primera vez.. Tres años antes, en la ciudad de Córdoba, fue una chica de 17. La hija de un político que no había cumplido con lo prometido a algunos oscuros hombres de negocios.
Con el arma en posición, terminaba de ajustar la mira mientras un fino hilo de transpiración bajaba bordeando el ojo derecho. Nunca le había pasado. Tal vez porque en definitiva era cierto que ya los años empezaban a sentirse, aunque algo le decía que no era por eso. Había algo que le molestaba de aquel joven al que estuvo estudiando durante los últimos cinco días. Pequeños detalles que le resultaban demasiado familiares, aunque indefectiblemente terminaba convenciéndose de lo absurdo de sus pensamientos. Tal vez lo único en común fuera que a la misma edad, su padre desapareció de su vida para siempre. O tal vez fue él quien desapareció de la vida de su padre. Nunca lo tuvo claro.
El recreo acababa de comenzar y el muchacho, un minuto después, se ubicaba en el rincón del patio donde habitualmente se reunía con cuatro o cinco compañeros. Sólo era cuestión de esperar el instante preciso, esa fracción de segundo en que todo fuera perfecto.
Esperó sin pestañear, mientras la gota de transpiración se balanceaba en el borde de la mandíbula.
La cruz de la mira telescópica estaba exactamente entre ceja y ceja cuando el chico dejó congelada una sonrisa y alzó la vista en un súbito gesto, tal vez de sorpresa. Las miradas se cruzaron a través del visor, mientras del silenciador se escapaba un susurro.
Un sólo disparo. Limpio y certero.
En la autopsia recuperaron el proyectil. Desde el principio sabían que había sido un trabajo sumamente profesional y que esa prueba no serviría de mucho para ubicar al asesino.
Al día siguiente, en una azotea ubicada a treinta metros de altura y justo frente al patio de la escuela, encontraron el cadáver de un hombre con un orificio de bala en la frente. A su lado, un fusil con mira telescópica y una sola cápsula servida.
En la autopsia determinaron que no existía orificio de salida, pero tampoco un proyectil.