Cada mañana los senderos se dividen delante de mis ojos como venenosas lenguas de serpientes hambrientas y sin que yo pueda hacer nada. Se separan, se escapan de mis pasos temerosos y quedo atrapada entre mis dudas perpetuas y alguna que otra supuesta certeza y así, lo quiera o no, debo animarme a andar.
Recurro a aprisionar entre mis dedos helados los fetiches que siempre supuse que me socorren o consuelan ante cada encrucijada, cuando la indecisión me paraliza hasta que duele.
Cuando cada mañana abro la caja de mis circunstancias, no encuentro dentro de ella un folleto que detalle las ventajas y las desventajas de estar viva, las indicaciones y las contraindicaciones de abrir las ventanas ni como solucionar los problemas más habituales de los sentimientos encontrados...
Me falta una estrella que me guíe por los horizontes que se expanden y se contraen caprichosamente, ¿o será que necesito un poco de magia blanca que me transporte en un pase imperceptible a otros mundos más dulces y tiernos?
La mirada se me cristaliza con el miedo, con la duda, con la desesperación ante lo incomprensible. Los árboles son simples triángulos de rígidas aristas o círculos que giran y me atraen hacia su oscuro centro, indefinido e incierto. Las calles son sucias y duras rectas y el sol un hexágono que ruge su fuego que calcina impiadoso contra mis pupilas cansadas.
Y en mi obsesiva búsqueda de paz y contención imagino que ya no hay una mano a la que aferrarme, descubro que no hay familia que me ampare ni ilusión que me obligue a andar...