De pronto la noche se parte en mil astillas de hielo, cristal vencido por la pedrada infame de la inconciencia perturbada.
Desde algún punto oscuro de la lejanía más cercana, un grillo hace absurda la idea de un sueño reparador de los cristales rotos y mientras se expanden sus ácidos chirridos, su presencia se agiganta con desmesura hasta ser un todo, armonizando impíamente la cadencia de su tonada metálica que hiere y destempla con el monótono y minucioso compás del reloj en un extraño y viscoso vals, en una enferma revelación de la quietud ausente.
La nocturnidad misma se transforma en una melaza densa que oprime y ahoga y que mis ojos, inexorablemente abiertos y arenosos, no consiguen abarcar. No pueden distinguir entre los sueños imposibles y los deseos frustrados porque allí, en las mazmorras de mí misma, el desespero se ensaña martillando las paredes cansadas del cráneo, tensando y agrietando cada fibra del espíritu dolido.
Los párpados vencidos y los ojos rotos.
La mirada de neblina y la noche suicidada...
Los párpados vencidos y los ojos rotos.
La mirada de neblina y la noche suicidada...