Breve historia mágica...


Imagino que la magia es una convicción íntima de lo irreal, una percepción inmanejable de lo inmaterial, una ilusión que se expande sin control en las fronteras mismas de la conciencia y de los sueños. Sin dudas que hubo magia una tarde de aquel verano en la sencilla y algo retraída ciudad de Uberaba, una especie de pueblo grande que sobrevive en la nostalgia de pasados más luminosos y esperanzados que el paso del tiempo deshilachó pacientemente. Un proyecto urbano que bien pudo haber sido garabateado sobre un papel ajado que el frustrado artista terminó arrojando entre los verdes morros del Brasil profundo. Ahora, a la distancia, creo que ahora podría decir que ese rincón mineiro detenido en el tiempo fue mi personal, fantástico y casi real Macondo.

Apenas comenzaba a desperezarse el domingo. El barrio parecía aún adormecido cuando la mañana ya empezaba a hacerse tarde y yo crucé la "varanda" de humilde cemento alisado matizado por febriles y serpenteantes rajaduras finas y breves, mientras que saboreaba en el aire el aroma de los mangos ya maduros que pendían de un árbol cuyas ramas invadían parte del jardín desde la pared vecina. Escalones abajo, lagartijas de todos los colores y tamaños corrían y se entrecruzaban tambaleantes y presurosas de una medianera a la otra, de jardín en jardín. Posiblemente sin saber hacia dónde ir o lo que querían a hacer, tal como yo misma...

El sol caía a pleno y "pesaba" sobre el cuerpo cuando salí a la calle desolada y silenciosa. Caminé lenta y libremente. Sólo contemplaba los pequeños detalles, aquello que en mis apuros cotidianos no había mirado nunca. El descubrirlos me permitó vislumbrar mundos desconocidos, diminutos o simplemente ignorados en la arrogancia de mis prioridades. Intentaba no juzgar ni comparar, sólo contemplar. No quería saber nada de lo que siempre imaginé importante ni pretendía comprender el para qué de las presencias o el por qué de las ausencias.
La calle era un suave tobogán que ayudaba a caminar livianamente. Caminaba descansadamente y en el fácil descenso me sentía acompañada por el parloteo alegre de bandadas de cotorras que entraban y salían en alborotado aleteo de la reserva de selva original hacia donde me dirigía y de la que me separaban unos ochocientos metros apretujados en sólo tres cuadras exageradamente largas y ondulantes. En la subida final del morro y a mi izquierda, un alambrado separaba la casi precaria vereda de la vegetación exhuberante de la reserva natural, testimonio de un profundo sentimiento de culpa de la ciudad por el tajo brutal que le había abierto a la naturaleza. A la sombra de los altísimos y frondosos árboles ubicados en el límite mismo con el espacio urbano, el aire era fresco y estimulante y estaba saturado de múltiples perfumes que se entremezclaban y que parecían irreales e inabarcables.

En ese rectángulo de una docena de hectáreas el universo mismo había desaparecido, oculto por un cielo de compacto follaje que parecía hablarme dulcemente con un murmullo lejano y apenas perceptible, casi como un coro de diminutas voces milenarias. El arco iris arbóreo de infinitos matices de verde y el aire terso y aromado que me envolvía, alimentaban aquellos pensamientos fugaces que viajaban sin rumbo entre los deseos que un día guardé en las profundidades de la memoria para luego quedar estancados en el pasado y aquellos difusos recuerdos del futuro que mi intuición esbozaba con fino pincel en forma de lugares y de rostros que en algún amanecer impreciso me estarían aguardando. Todo ese compacto cúmulo de sensaciones tejía una suerte de piel tersa que me encerraba con ternura en una burbuja sin tiempo y sin fronteras.

Mientras tanto el sendero por el que avanzaba con descuido se iba angostando imperceptiblemente al ritmo lento de mis pasos y se internaba en la espesura cada vez más voluptuosa y densa. La luz esparcía su agonía con resignación,  vencida poco a poco por una sombra fresca e impermeable. Tan cerrado era el follaje que el verde tendía implacablemente hacia una negrura inquietante pero placentera que permitía que las pequeñas flores silvestres que salpicaban los bordes del camino parecieran diminutas lucecitas de colores y que las orquídeas enamoradas de las rústicas cortezas de los árboles simularan fantásticos pájaros dormidos.

En un extraño remolino del tiempo (o de los tiempos) sentí que de alguna manera me transportaba a otras dimensiones de mí misma, de la naturaleza humana y universal. Nunca supe si fue un ascenso vertical hacia las altas profundidades de tanto verde anochecido o si aquella planicie rugosa y vibrantemente viva que me cubría caía sobre mí para aferrarme con sus mil tentáculos de amor sombrío y savia urgente. Tampoco pude dilucidar jamás si estaba con los ojos abiertos o cerrados; si estaba despierta o si yacía dormida; si fue un sueño lúcido o un mágico viaje de un subconciente sediento de nuevas libertades y de horizontes primigenios.
Creo que allí arriba, en la descomunal altura de aquella selva aprisionada entre los fríos alambrados, apareció de improviso alguna hendija que conectó mi pequeñez con aquella dimensión del tiempo que ningún reloj tenía registrado, con un espacio que hasta entonces no se había desplegado o con la nada misma que comunica con el todo. 
Y en ese preciso instante los pájaros callaron, los árboles aquietaron sus brazos madereros y eternos, el sendero borró mis pasos, la hierba sombría y húmeda se olvidó de crecer, las orquídeas disimularon su ostentosa belleza y un silencio espeso abrió su vientre desde las alturas incomprensibles para dejar escapar un pequeñísimo suspiro luminoso, más blanco que el blanco mismo. Era un punto en la negrura que caía zigzagueante, que titilaba y vibraba produciendo una embriaguez que hipnotizaba el corazón. Caía flotando y flotaba cayendo y en su descenso de insinuante sensualidad se dirigía directo a mí como palabra divina, como un angel mundano, como la genuina luz del corazón.
No puedo imaginar cuánto tiempo llevó el descenso de aquella pequeña estrella de apariencia titubeante pero que cargaba con la certeza de su esencia cósmica y única. No intresa el tiempo, como jamás interesó. Bien pudieron ser dos minutos, dos días o dos vidas. Y además ¿cómo podría saberlo yo si no tenía claro si era mi conciencia que evaluaba y consideraba, mi inconciente que recordaba y revivía o si simplemente era el alma que gozaba y se ensanchaba?

Y allá en el fondo estaba yo, tendida boca arriba sobre el ancho tronco vencido, mientras que aquel pedacito de universo se acercaba a mí en descenso arremolinado a veces, tembloroso por momentos e irremediablemente blanco siempre. Parecía un mínimo papel que alguna mano hubiera lanzado al viento, o como si hubiese sido arrojado dentro de una botella que bailoteaba sin control a merced de los caprichos indescifrables del mar.
Al fin una suave ola de brisa tibia la acercó hasta mí y para mi deleite se quedó suspendida un instante mínimo en el aire; tal vez para satisfacer su curiosidad o quizá  para asegurarse de que yo nunca la olvidara. 
Una maravilla de la naturaleza o un milagro inventado para mí. Creo que moriré sin saberlo...
Era una mariposa, pero una mariposa que nunca había visto y que jamás volveré a ver. No hay otra igual ni la habrá. Su forma y su apariencia no eran precisamente lo que yo hubiera podido identificar como natural. No por la perfección a la que la naturaleza me acostumbró, sino por su estricta pero graciosa y delicada forma geométrica. 
Era, pues, un rectángulo blanco, alargado y fino de inmaculada blancura y cuyo blanco perímetro estaba completamente poblado de tenues volados blancos, cual suntuoso y ondulante vestido blanco de bailaora gitana. Era blanca blanquísima, como el amor, como la esencia nívea, como la sal seca de una lágrima y, si en verdad existe Dios, ella habría sido tan blanca como el blanco aura de la clara divinidad. Sería entonces tan blanca como la Gracia de Dios.
Era una danza sensual, un ritual pagano, una premonición oculta. Aquella titilante blancura era un farolito de arrabal recostado contra el negro cielo de una noche cerrada, un cristal pequeño y frágil como la lágrima del desamor. Era en fin el espejo luminoso de las nieves eternas, luz espejada de la eternidad.

Unos segundos después, al ver que se alejaba flotando y danzando en el aire, imaginé que la suya sería una belleza dolorosa, obligada al deslumbre y sin permiso para el más mínimo desliz estético. Una belleza etérea e intangible, necesitada de desaparecer antes de que una mirada deshiciera su hechizo.

Se escondió enseguida en algún rincón frondoso de aquella metáfora de selva brasilera, desapareciendo de mi vista tan mágicamente como había aparecido. Fue entonces que la vida recobró de a poco su ritmo mecánico y altivo. Cantaron los pájaros sus mil variados acordes, otra vez la hierba pujó por borrar el indeseado sendero, las flores silvestres recuperaron la luminosidad de sus multicolores brillantinas y los pájaros dormidos que esconden las orquídeas volvieron a intentar el vuelo.

Y yo aún sigo allí, recostada sobre el viejo tronco tumbado; tumbada sobre mi alma tendida en la hierba, con el corazón más libre...