Piedad...
El día que te fuiste sentí la soledad sobre mis hombros como una oscura y dura mano oprimiéndome los huesos aturdidos. La sentí también en el ruedo del vestido, carcomiendo mis velos y dejándome el alma a la intemperie.
Varias noches y mil lágrimas después comprendí que la soledad no era tu ausencia, tu abandono, tu distancia.
La soledad era no tener piedad de tí…
Ni de mí.
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