Cuando nos encontramos de pronto en una etapa de la vida en que sentimos que nos estancamos, que nos hemos metido en un pozo del que no podemos salir y que ni siquiera nos dimos cuenta de ello. Cuando cada vez que damos un paso adelante nos topamos con una pared o nos metemos en un pasillo del que no encontramos la salida. En definitiva, cuando no sabemos qué hacer con nuestra propia vida, quiere decir que llegó momento de buscar por lugares por donde nunca hemos andado antes. Hay que innovar y probar, hasta encontrar la variante que nos permita volver a crecer, que nos deje ver la luz a la salida del túnel.
En esta etapa estoy yo. Estoy cansada de dar vueltas y vueltas sin poder encontrar una salida, una meta que me haga vibrar nuevamente, que me provoque nuevas pasiones. Para empezar a cambiar las cosas dentro de mí, primero es necesario que deje todo en orden, todo mi viejo bagaje de ideas, sensaciones y relaciones. Necesito empezar por aclarar cuestiones que quedaron envueltas por una bruma espesa durante años y que me obstruyen la mirada. Debo despedirme definitivamente de personas y situaciones que me maniataron hasta hoy, pero sin odios ni penas ni rencores. Con el alma en paz conmigo misma y con los demás. Para esto estoy repasando mi vida, paso por paso, desde mi infancia. Recuerdo momentos, palabras, tristezas y frustraciones. Las saco a la luz del día, las examino del derecho y del revés. Les sacudo el polvo del olvido y las arrugas de la escasa memoria. Cuando encuentro algo que debe ser reparado de alguna manera, me centro en perdonar con el corazón, aún a aquellos que me han hecho daño, que me han producido un dolor profundo. Porque de ellos también aprendí cosas. El dolor enseña más que las alegrías, dicen... y es cierto, si sabemos mirarlos bien. También descorro los velos que yo misma he tendido cuidadosamente para ocultar mis culpas y mis miedos. Me miro con detenimiento hasta encontrar lo que busco: mis errores, mis vanidades, indiferencias, manipulaciones, abandonos. Los dolores que he provocado, con o sin intención... tantas cosas más que he ido diseminando por la vida. Cuando llego a identificar algo que debo enmendar, le sacudo el polvo de las excusas y lo pongo bien visible para no olvidarlo nuevamente.
En el momento en que tenga todo en claro, comenzaré a pedir perdón a cada una de las personas a las que he herido u ofendido y les agradeceré que me hayan permitido estar en sus vidas en algún pasaje de mi tiempo. A quienes ya no están, les pediré perdón en lo profundo de mi corazón... en silencio, pero hasta llorar.
Y a quienes me han dañado, a quienes me hirieron de una u otra forma, también intentaré ver y decirles que todo ha quedado definitivamente en el pasado, que ya no tengo nada que reclamarles ni personalmente ni en mi propia alma. Y agradeceré incluso ese dolor que me han provocado porque a pesar de la pesada carga que significó en mi vida, me enseñó que me he hecho más daño yo misma removiendo la daga del dolor en mi alma, que lo que ellos me han hecho de verdad. Que soy yo quien me he lastimado más de lo que correspondía.
Por último, me perdonaré a mí misma todos mis errores, todas mis fallas, todas mis pequeñeces.
Tengo, sobre todo, que perdonarme por atentar contra mí misma, contra mis posibilidades de alcanzar la felicidad y la paz que tanto me han esquivado durante años. ¿Y qué debo perdonarme? En especial haberme regodeado en el dolor de un gran amor perdido, dejando pasar la vida a mi lado, con todo lo que eso significa.
Fue el gran amor de mi vida durante gran parte de ella. Me dejó de un día para el otro sin una explicación concreta y convincente. El mundo se desmoronó en segundos y literalmente veía un telón negro delante de mí, detrás de mí, debajo y a los costados. Era el fin de todo. Era un pozo profundo, oscuro y frío que me tragaba. Poco tiempo después me enteré que la realidad es que existía otra persona. Sin embargo, jamás lo odié ni guardé hasta el día de hoy ningún tipo de rencor, tanto fue el amor que sentí por él. Por el contrario, me dediqué a buscar las culpas en mí misma sin poder encontrar jamás una respuesta. Solamente me quedó grabada la idea de que era yo quien había fallado en algo y que eso me inhabilitaba para abrir mi corazón de par en par para recibir otro amor igual o mayor que aquel. Amé, sí... pero a medias. Y esto debe terminar. Hoy me dí cuenta de cómo fueron las cosas, de qué es lo que estuvo mal en mí en todo este tiempo y repentinamente sentí un gran alivio. Es como que el sol volvió a calentarme el cuerpo y el alma. Aún falta mucho para sellar la herida que me hice a mí misma. La que él me provocó la cerré desde el primer momento, por lo que no necesito perdonarlo. Por el contrario, debo agradecerle que me haya enseñado a sentir lo grande y maravilloso que es el amor y lo horroroso que puede ser la soledad y el abandono. Ahora sabré qué hay a cada lado de los sentimientos. Sabiendo el tamaño del dolor, su color y su olor... sabré abrir mi corazón nuevamente para llenarlo de todo el amor que me sea posible.
Finalmente, deberé perdonarme a mí misma por no haber sabido aceptar lo que la vida me había deparado, anulando gran parte de mi sensibilidad y mi capacidad de volver a amar. Pero al mismo tiempo debo agradecer que finalmente tomé conciencia de mis errores y de cual era en definitiva, mi verdadera culpa: no quererme lo suficiente. Debo agradecerme que finalmente comenzará el tiempo de prestarme atención, de mimarme, de quererme más... Y eso no es poca cosa.