Como hoja de otoño cayó la lágrima. Se fundió blanda y resignada en el espejo líquido de mi vida y así, sus formas distorsionadas mutaron en círculos que languidecieron en los límites inciertos del corazón, en la difusa rivera del alma.
Soy un laberinto dentro de otros laberintos, que se ensanchan y que se encogen rítmicamente, como si latieran, multiplicando las incertidumbres en el viscoso reflejo de la existencia.
Igual que una fría gota de deshielo cayó la última lágrima entre las grietas de esta tierra sedienta de dolores ajenos, mientras intenta disimular los propios.
Transito como autómata por la casa, por el barrio y por la vida. Nada parece tener un sentido o un propósito. Las cosas pequeñas me distraen, las más simples, las cotidianas. En el mientras tanto las horas pasan inadvertidas y rutinarias, casi procaces, hasta que algo que irrumpe desde un punto indefinido agita el aire y el silencio. Un algo que llega en secreto y me retumba por dentro. Es un despertar exaltado cargado de miedos y de dolores apretujados. Un pequeño agujero en la enmarañada cotidianeidad por donde me penetra sin piedad aquello que dejó de ser, pero que siempre regresa más cierto y más tangible que el concreto y el acero de esta ciudad y de este corazón.