El empedrado pulido y húmedo de la calle desierta bosteza destellos blandos a medida que los dejo atrás. Parecen luciérnagas que se muestran fugazmente y al instante escapan para refugiarse en la oscuridad.
Una farola colonial juega con cada piedra muerta dándoles vidas efímeras que pone a los pies de cada caminante nocturno un inesperado cielo estrellado y parpadeante. Una mini galaxia de adoquines incrustada entre casas demacradas y antiguas, o envejecidas a fuerza del humo de las desidias. Y como guardianas de lo oculto, las rejas despintadas que encierran, que oprimen, que separan.
Más allá, por la última ochava, un espectro cruza envuelto en un silencio profundo y ajeno. Es una mujer ausente que va a paso lento y con su cabeza cubierta. Una María de Magdala que esconde el rostro disimulando penas y culpas, o el llanto del dolor.
La veo que desaparece como sombra entre las sombras mientras avanzo sin avanzar y dudo de mis ojos, pero más de mi cordura. Tal vez esa mujer sea esta mujer, el opaco arco iris de mí misma que se despliega entre las infinitas y diminutas gotas de la garúa, como mi fantasmagórico holograma.