Con cada voz apagada e irrecuperable quedé estancada aquí, danzando en la oscura viscosidad del silencio.
Parada en un lodazal espeso, la luz es una quimera y el cielo ha descendido tanto que simula un manto de pegajoso alquitrán que va absorbiendo mis pasos y me roba la energía.
Y aquí abajo acecha un dragón de hielo...
No tengo un tiempo para llorar porque ya estoy cansada del tiempo y sus falacias. No existen futuros para imaginar ni presentes que palpar y los pasados cada día se asemejan más a una ilusión, a un espejismo que crean mis deseos, que fabrica mi necesidad, que acentúan éste hastío y éste frío.
Me gusta pensar que mis ausentes me susurran con el viento, que me miran desde las sombras que casi no distingo, que me besan con aromas de jazmines nuevos, que me abrazan en la tibieza del atardecer.
Escapo de mí misma, o eso imagino, porque siempre que creo subir, estoy bajando y las veces que me parece salir, estoy entrando.
Y aquí, en las catacumbas del abandono, veo a los que nunca son vistos, a los que están ahogados de desesperanza, a los que un día habrá que la justicia abrace.
Mi alma es hoy un aquelarre de dolores desbordados, de gritos inaudibles y de penas en parte propias, en parte ajenas.
La sal de mis lágrimas egoístas terminarán en el mar de los llantos compartidos, el de las penas más antiguas, el de las injusticias sin sentido.
Estoy hoy en un lugar sin nombre, sumergida en las profundidades insondables de mí misma. Un laberinto sin paredes ni pasillos, sin entrada ni salida, tan extenso y yerto que resulta inabarcable para la comprensión humana.
Asomaré (asomaremos) la cabeza por sobre el horizonte sólo para ver otro horizonte más lejano donde habrá un nuevo laberinto sin entrada ni salida.
Habitamos y padecemos cada laberinto, uno por vez. Seres solitarios atascados en un infinito suceder de pasillos y de puertas cerradas a los que llegamos sin saberlo y sin pedirlo desde el vientre materno, al que nunca más podremos volver.
Lo único que sé ahora es que soy palabra...
y seré silencio.