El día que mi madre me parió, una luz lascerante me guió hasta la entrada indefinida de este laberinto por el que seguiré vagando a tientas hasta el último respiro, que será cuando aspire el acre aliento del final, el de mi propio Minotauro.
De pasillos casi siempre estrechos o amplios y agrestes como una plaza seca, mi laberinto parece adaptarse a mis pensamientos, a mis sentimientos, a mis estados de ánimo. O tal vez sea yo que voy armándolo según me perciba a cada instante. Cambian los colores, las texturas, la luz. Lo que no varía jamás es la incertidumbre de no saber si alguien allí afuera abrirá una esperanza para mí rompiendo una parte del muro o si finalmente confirmaré mi presentimiento de que no hay salida posible y que el final es uno y sólo uno: el Minotauro, al que no imagino como un cuerpo tangible, sino como un misterio. Quizás sea en realidad lo que hay detrás o después de él. Ese es el misterio y eso es lo que lo define.
Lo único que creo saber es que cada día, cada minuto que pasa estoy más cerca de encontrarlo, pero no sé cuánto tiempo demoraré ni al final de cual de los pasillos me estará esperando con su paciencia sin límites y su marmórea certeza...