Me llegan recuerdos de los tiempos en que el mundo era una rayuela y para alcanzar el cielo sólo bastaba una piedrita y unos pocos saltos breves. De cuando ese mundo era el patio y era el fondo, rebozante de frutales y con aquella morera generosa, donde trepábamos para las charlas de amigas viendo el todo desde las alturas.
Era mamá plantando gajos de gramillón en el jardín y flores y plantas en los canteros.
Era mi hermano peloteando con papá.
Era la estalactita que se formaba en la pileta del patio cuando goteaba la canilla en los días más fríos de aquel invierno.
Eran los lunes de guardapolvo blanco de tablitas y moño, planchado e impecable.
Un mundo con sonidos y colores que ya apenas puedo rescatar alguna vez, o nunca más.
Extraño las interminables bandadas de mariposas, los simpáticos y atrevidos gorriones, las luciérnagas surcando la oscuridad y hasta el sonido a veces atronador de las chicharras en los días más calurosos o de mil grillos anunciando la lluvia refrescante.
Me llegan recuerdos de un mundo simple, entendible, amable. Perdido.
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