“Si miras mucho tiempo dentro del abismo, el abismo también mirará dentro tuyo”
(F. Nietzsche)
Hubo un día y hubo una hora en que emergí del vientre tibio, del laberinto sangrante de mi madre.
Ese mismo día y a esa misma hora entré en mi propio laberinto, ese del que sé que nunca más podré escapar.
Camino a ciegas por los altos murallones que parecen ocultarse detrás de su propia sombra y ante cada nueva encrucijada, dudo y desespero.
Avanzo y retrocedo buscando una salida, una respuesta o un poco de verdad, pero sólo percibo el eco de mi voz escondido entre el silencio de piedra.
Deambulo como autómata por los estrechos pasillos de paredes ásperas hasta llegar a un rincón sin salida y así, enseguida, retrocedo tambaleante, rozando la piedra fría que me desgarra la ropa, me desangra el cuerpo, me destroza el alma. Es que vuelvo sobre mis pasos y retorno a los pasados que lastiman una y otra vez.
No estoy segura si busco una salida o es que en realidad intento confirmar lo que imagino que encierra el centro mismo del laberinto.
Quizás lo único que en el fondo sé es que allí no habrá ningún Minotauro esperándome, sino un espejo. Sólo un espejo, tan pequeño como lo que quede de mí...
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