Desde el fondo opaco y silencioso de mí misma, el agudo alerta de un grillo solitario y perdido en algún laberinto del jardín me devolvió a la vida, a ese estado ilusorio que simulaba poseerme y rodearme cada día y que se deshacía de mí cada noche. Creo que aquel pequeño cantor era una representación del universo mismo que trataba de gritar fuerte que aún me espera, con paciencia pero sin descanso.
Sobre mi cabeza, una legión de mudos espectros luminosos y tambaleantes desplegados como anárquicas luciérnagas parecían moverse con el ritmo del opaco palpitar del corazón. Sentí que me querían proteger extendiendo una mantilla aterciopelada y que con su mutismo milenario me invitaban a guarecerme allí, bajo aquellas miradas de íntimas lejanías.
Fue entonces que me pareció percibir la magia inaccesible de la maternidad, la indescifrable ecuación del alumbramiento de esos instantes mínimos que explican la eternidad...