Era la noche el críptico refugio
de indiscreciones sin destino,
de los pasos extraviados
en las calles boquiabiertas.
Estaba la noche acongojada
por tanto amor en cautiverio,
amor sin descendencia.
Suicidado.
Ella cruzó de nuevo la ciudad
con el difuso e incierto rumbo
de una lágrima en la mejilla:
hacia el sur de todos los olvidos,
hacia el norte de los recuerdos malheridos
por dos eclipses y siete penas.
Quizás nunca pudo saber
que él siempre la buscó.
Tantos días, cada noche
entre sábanas y almohadas,
en las quietas sombras del silencio
y en la viscosa agonía del insomnio.
Y una noche llegó aquel sueño
(sólo uno y ninguno más)
en que al fin se cobijaron
en el vértice de una esquina
que se habían inventado.
Se miraron a los ojos
para amarse sin pudores
hasta que ese grito cruel
de sus rígidos relojes
destrozaron los cristales.