¿Cuánto horror hay más allá del horror?
¿Cuánto dolor detrás de lo percibido cada día, cada noche y en cada palabra?
¿Cuánta más vida y cuánta más muerte subyacen bajo de la superficie o al otro lado de mi breve mirada?
Las voces que me rodean se hacen inentendibles, guturales, como murmullos inhumanos. Son voces de seres sin rostro u ocultos tras las máscaras de sus propias alienaciones, penurias y miserias.
Donde hubo vida descubro ruinas y donde hay vida escucho lamentos fantasmales.
Hay una sombra. Más que una sombra, un ente sombrío que se cierne sobre la inocencia de las gentes, que las atrapa con sus manos gelatinosas, las pervierte y al fin las desecha.
Pareciera que nadie es capaz hacer nada. Tampoco yo, que me encierro en mi guarida de huesos, músculos y tendones doloridos intentando sentir el dolor verdadero.
Un dolor personal que me aleje por un instante del espanto colectivo.
Entretanto las luces de la ciudad parecen distraídas, ajenas, distantes. Parpadean más rápido que mi corazón y que mis pensamientos. Me encandilan, me entorpecen los sentidos, me engañan y me desgastan.
Otras sombras como yo pasan a mi lado y yo misma soy una otra sombra que pasa a través de ellos.
En alguna calle un maniquí roto y desmembrado se desangra con lágrimas de resina y de sal al pie de los edificios de hielo semi ocultos tras interminables cortinas de hule que danzan sus danzas macabras; indiferentes, ajenos, impíos. Distorsionan el verdadero rostro del engaño, de la mentira insidiosa, de la impiedad.
Es el horror más allá del horror.
El dolor de cada día, de cada noche y de cada palabra.
La muerte empujando a la vida hacia los subsuelos de cemento, hacia las espeluznantes catacumbas de la verdad.