En el punto en que el día se desvanece se evidencia el lado oculto de los espejos y es en ese instante, durante alguna de esas profundidades tangenciales, que imagino percibir una suerte de llamado. Un susurro que aunque es mínimo, llena el ambiente. Se asemeja a voces pequeñas que se superponen o a melodías confusas y difusas que llegan desde muy lejos y que mi mente estructurada y poblada de esquemas de acero no consigue dimensionar.
Me siento en el piso cuidando de no agitar el aire ni las sombras que ya saturan el ambiente. Es el momento en que la oscuridad comienza a adueñarse de todo, como bruma que ahoga.
Quieta y expectante en el rincón más olvidado del cuarto, observo el cristal del viejo espejo de pared heredado de tiempos que ya nadie en la familia recuerda.
De su pulido trasfondo surgen y se expanden mil racimos de ínfimos destellos, como si fueran espejismos de almas encandiladas. Es en ellos que creo descubrir las miradas vivas de mis ausentes.
Busco delinear las formas que se esfuerzan por surgir de las fronteras desdibujadas de los seres aprisionados al otro lado de la realidad. No lo he confesado a nadie, pero sé que están allí, viviendo sus vidas traslúcidas en algún futuro incierto o en algún pasado de mutuas memorias. Un tiempo sin coordenadas que intenta alcanzar un presente que le fue arrebatado.
Son las estelas que dejaron quienes me precedieron, la tenue permanencia de aquellos que me acompañaron hasta algún recodo del camino, hasta una encrucijada que nos llevaría a mundos diferentes y que no supimos descifrar.
Si hasta a veces creo distinguir los matices de luz y sombra de sus voces que en mi imaginación recuerdan risas y llantos, miedos compartidos y los descubrimientos de significados ocultos en memorias antiguas, lejanas, perdidas.
Y así, en medio de mis divagues y contemplaciones, aparece un punto negro que gira en el centro exacto del espejo. Gira mientras late intermitentemente. Gira y crece en forma de espiral, centrífuga y hambrienta serpiente de la oscuridad que engulle cada partícula de luz y de formas.
De pronto las voces enmudecen. Es en el justo momento en que la serpiente muerde su propia cola, devorándose a sí misma.
Vuelve la quietud y ya no queda ni mi propio reflejo.
La espiral de la noche se ha devorado mis sueños.