Quedamente y en un silencio que emulaba a la eternidad, bajé la mirada hasta mis pies desnudos y pálidos. Los vi hundirse suave y lentamente mientras el agua fría y la espuma de sal los envolvían una vez y otra con la ternura de un beso maternal.
Agua y espuma; espuma y arena; arena y sal y el cachetazo austral del viento en las mejillas. Un viento antiguo, cargado de historias, de memorias demasiado lejanas y de palabras sin tiempo y para siempre. Un aire de dulzura helada que venía desde algún horizonte perdido, desde aquella línea que ni siquiera alcanzaba a imaginar porque se desdibujaba mansamente entre el plomo pesado y denso del cielo macizo, cargado de ausencias que se traducía en lágrimas cristalizadas y el borde último del mar agitado que reconocía y gritaba los dolores inmemoriales del universo y de mí.
Y fue entonces que lloré lágrimas de yodo y de sal...