Tus ojos me enseñaron a encontrar la luz en lo oscuro, a deshacer conjuros y a descifrar las coordenadas de lo cierto. A reconocer que el oro es oro y oropel el engaño.
Comprendí que aquella madrugada no te fuiste sin mí. Sólo te adelantaste para luego contarme cosas nuevas y en estas noches mías de insomnio, te pude alcanzar. Ahora entiendo el corazón de la neblina y percibo las vidas veladas que transitan por el lado oculto de las esquinas.
Tu mirada expandió la mía para ver más allá de las cosas y de los hombres, del amor y del miedo, de la piedad y del espanto. Angeles y demonios se mezclan sin sentido, tambalenado y corriendo de un espejo a otro, tanteando a ciegas las paredes de cristal de los infinitos laberintos cerrados que se replican compulsivamente por toda eternidad.
Y hoy vemos juntos que en el nudo de todo, en el fondo último de las percepciones, arden los cielos del sinsentido consumiendo huesos y sueños, carnes, brazos, vientres, esperanzas.
Es el fuego del final. Es el fuego de los fuegos.