Aquel día en que las lejanías se arremolinaron alrededor de las memorias y las desmemorias de sus pasados, la alegría estereotipada del sol se había escondido tras las micrométricas gotas de una fina garúa, tupida y melancólica. Fue ese día que ella se sintió impulsada a caminar desierta y ajena por las callejuelas empedradas y llorosas del corazón.
El silencio caía pesado y hueco como la llovizna, esquivando el repiqueteo de sus tacones sobre las duras piedras de blandas redondeces.
Se perdió en la atmósfera húmeda de los pasadizos del dolor adherido al cuerpo. Se dejó llevar por el eco de sus propios pasos que rebotaban como si estuvieran encerrados en la caja del cráneo y que se multiplicaban replicados por las altas paredes de sus miedos.
Quiso escapar, ser extranjera de sí misma como un espíritu descarnado y perderse alguna vez, para encontrarse siempre.